miércoles, 6 de junio de 2012

Y todos desaparecieron



El día en que todos desaparecieron del castillo no fue diferente de otros, un tímido rayo de luz bailó entre las cortinas de seda y alcanzó a la joven muchachita. Ella, perezosa y sin prisa alguna, se desperezó, alzó sus puños hasta rozar una de las etéreas telas del dosel y miro a ambos lados de su penumbrosa habitación. Quizás todo estaba demasiado silencioso, como si una espesa bruma hubiese apagado cualquier ruido por más nimio que fuese. En cualquier caso ella no se percató, adoraba el silencio y aquella sosegada mañana le parecía una bendición. Cenizas se encontraba aun dormitando sobre la colcha, respiraba profundamente y durante unos minutos se permitió contemplarlo simplemente por el placer que le producía ver a su compañero en tan plácido estado. El destello, ahora un poco mas atrevido, también rozaba al lobo, aunque a este no parecía molestarle. La luz se filtraba entre su pelaje y lo hacía parecer una colina gris a la tibia luz de la luna.

Ella cabeceó, no podía dormirse con ensoñaciones, no era apropiado, el castillo hacía ya horas que estaba abierto a los ciudadanos y debía adecentarse para hacer presencia en la corte. Miró hastiada el armario y justo al poner sus pies descalzos sobre la fría losa de piedra sintió una aguda punzada de hambre. Quizás aun no fuese tan tarde como para llegar a escondidas por los pasillos hasta la cocina y mendigar un pastel o dos. No, sin duda no lo era, la luz aun no cubría su estancia personal por completo. Ni por un momento se le ocurrió que aquel fuese un húmedo y lluvioso día. Decidió dejar dormido a su fiel Cenizas, al cual le posó un beso en la naricilla antes de marchar.

Un escalofrío recorrió su espalda nada mas cerrar la puerta de su habitación tras de si, una brisa traicionera y gélida cabalgaba por las estancias exteriores y ella solo llevaba puesto un fino camisón de lino que arrastraba pero que poco tenía que hacer con aquel tiempo tan desapacible. Ninguno de los candelabros estaban encendidos, ni una voz se oía hacer eco entre aquellas majestuosas y solitarias paredes.
Quizás si fuese demasiado temprano ¿En algún momento se apagaban las velas de aquel castillo? La jovencita no quiso verlo, pero incluso en las enmohecidas esquinas de los pasillos habitaban espesas telarañas. Pero no hay mas ciego que el que no quiere ver y nuestra muchacha creía firmemente en que tarde o temprano alguna doncella o uno de sus parientes saldría a su encuentro. Caminó decidida hasta la cocina y no fue hasta que abrió aquella pesada puerta de madera cuando supo que todo había cambiado, que todos se habían ido. Pues allí no estaba Melissa con su amplia sonrisa y los panecillos recién horneados, no estaban Anne ni Perry con sus caritas pecosas y risueñas, ni tampoco estaba la caldera estaba encendida. Allí no había nadie.

El fuego estaba apagado y las alacenas vacías e incluso la gran mesa de roble tenía un dedo de polvo. Aquel habitáculo tenía el aspecto de no haber sido usado en años. Y como si de un malicioso conjuro se tratase fue entonces cuando la pequeña Mazapán se dio cuenta de que estaba sola.
¡Y no solo en un sentido metafórico! No, estaba absolutamente sola. Aun no había visitado el resto de habitaciones pero sabía en lo más dentro de su ser que cada estancia, cada cocina, estaba completamente vacía. Nunca el castillo se le hizo tan inmenso y tan lúgubre. Las paredes parecían apulgaradas y el olor a humedad parecía haberse instalado en sus pulmones. Ahora era mucho más fácil creer en historia de fantasmas vengativos y brujas rencorosas.
Pero ella lo sabía, aquello no era obra de ninguna entidad maliciosa, había sido cosa del destino, de lo inevitable, se habían ido todos y nadie la había avisado. Se preguntó si quizás la habían llamado y ella no había contestado o si el día anterior durante la opulenta cena se había hecho mención de un gran y fastuoso viaje.
 Nada habían dicho, nada habían mencionado y la princesa estaba ahora sola en aquellas ruinas malditas. No había lugar en sus pensamientos para una lógica razón o un plan de huida, en su mente solo bullían las sonrisas de sus conocidos, familiares y la pregunta silenciosa que no se atrevía a pronunciar.
 ¿Porque me han dejado aquí sola? ¿He hecho algo mal? Se abrazó a sí misma para darse calor, pues parecía que el frío desde que se había percatado de aquel trágico suceso había ido en aumento. Agarró con saña los bordes de aquellas mangas de encaje y hundió su mirada en el suelo polvoriento.
¿Porque la habían dejado sola? se repetía. ¿Acaso no la querían? ¿Acaso no se había portado bien? Muy dentro de su ser ella sabía que nunca encajaría del todo en aquella majestuosa sociedad pero aun así, era feliz, pese a todos los sin sabores se sentía afortunada y colmaba cada banquete de cumplidos y sonrisas. Incluso llegó a pensar que todo lo acontecido era una ilusión hasta que el tacto rasposo en su tobillo hizo que pegara un brinco y formulase un chillido en su garganta.

Cenizas la miraba desde la profundidad de esos hermosos ojos verdes que parecían guardar la esencia del bosque. Las orejas gachas mostraban preocupación y su sonrisa lobuna se había esfumado, era tiempo de decisiones. Se irguió y alzó las orejas como haciendo un esfuerzo en que ella reparase en su presencia, en su majestuosa y fastuosa presencia que parecía llenar aquellas cuatro pareces de un poder salvaje y real que parecía en ocasiones incluso mágico, la magia que reside en todos los animales salvajes.
Y Mazapán se retracto, ella no estaba sola, Cenizas estaba allí.
Cenizas siempre estaría con ella, no importa cuanto tiempo pasase o cuanta gente conociese. El era inmutable, lo único real y verdadero de su vida. Fue él quien la despertó de aquella pesadilla que era la autocompasión y le insufló de fuerzas para iniciar su camino. Se volvió en compañía del lobo hasta su habitación para provisionarse. Partiría aquella misma mañana y esa decisión le parecía más real que todas las decisiones que había tomado a lo largo de esos cómodos años.
Se vistió presurosa con el traje más cómodo y ligero que tenía. Ató las botas de cuero blando hasta las rodillas y cubrió los hombros con una larga y pesada capa añil. No había tiempo para cargar con nada mas, no había tiempo para comprobar si había comida en el resto de las estancias. La pesada sombra de aquel ruinoso castillo se cernía sobre ella y no consentía quedarse allí por más tiempo.

Corrió escaleras abajo con Cenizas en los talones y cuando abrió la puerta trasera del castillo se fijó que aunque la noche anterior le había parecido estar a mediados de un caluroso mes de junio, el tiempo ahora se mostraba frío y cambiante, como si fuese otoño. Tardó horas en descender el acantilado hasta llegar al borde de un bosque joven, el bosque que anteriormente se había quemado y en el que ahora nacían nuevos y asilvestrados matorrales, el bosque donde había encontrado a Cenizas y en el que estaba dispuesta encontrar su hogar.
Mazapán tomó aire y posó su mano con decisión en el pecho, su corazón le latía con fuerza sin saber muy bien porque, sin saber que estaba ante un cambio, uno en el que no podría dar marcha atrás. Las hojas resecas se resquebrajaron bajo el peso de su bota y aquel sonido fue el comienzo de todo. Largos días esperaron a la joven en el bosque, días en los que a veces podía comer y días en los no tenía tanta suerte. No obstante, la naturaleza era amable con ella y siempre podía alimentarse de frutos cuando la caza de Cenizas no acompañaba. El bosque se había convertido en un maravilloso tapiz de tonalidades rojizas y verdes. La mutabilidad de aquel lugar era hermosa, liberadora y aunque se sentía sola en ocasiones un gruñido de Cenizas solucionaba fugazmente sus tristes tribulaciones.
Solo cuando sintió que debía dejar de andar porque fuese lo que fuese lo que buscaba no lo iba a encontrar, avistó una cabaña cubierta de musgo entre el espeso ramaje del bosque al atardecer.

Nadie le había hablado nunca de ella, nadie nunca le mencionó aquella humilde cabaña en medio del espeso bosque. Pero ella sabía perfectamente quien habitaba ese lugar. Y solo el hecho de contemplar en su mente la silueta de aquella persona la hizo romper en un llanto jubiloso. Un llanto lleno de esperanza, unas lágrimas humildes, las lágrimas de una persona que se siente tan afortunada de su encuentro que no es capaz de expresar con palabras su alegría.
Mazapán corrió hasta el lugar con Cenizas a la carrera tras de ella. Ni tan siquiera frenó cuando se topó con la puerta cubierta de pieles si no que la abrió de un golpe y se adentró en aquella misteriosa morada.
La anciana se encontraba a pie de una pequeña hoguera y parecía trenzar algunas raíces, no se volvió para ver a esa muchacha maleducada y llorosa que había irrumpido en la tranquilidad de su hogar, si no que se limitó a esbozar con voz áspera las siguientes palabras: "Al fin has llegado".

La joven sorbió sus lágrimas, volvió a romper en llanto y se echó sobre la falda de la anciana, quien sin sorpresa alguna, acarició los revueltos cabellos de la mujercita. Olía a tierra, cuero y almizcle. Y aunque la anciana no era ni había sido bella en toda su vida, para aquella niña era el ser más hermoso que había conocido nunca. Pues su sabiduría le confería de toda la belleza que a ojos de una mujer podía tener. Sus manos eran ásperas y callosas, su cuerpo retorcido y arrugado como una pasa. Cenizas admiraba la escena ya tumbado cerca del fuego, a quien tampoco parecía extrañar mucho la vieja.
Los minutos pasaron, Mazapán se quedó dormida en su regazo y la sabia anciana continuo su labor sin dejar de abrazarla entre sus brazos. Al día siguiente, cuando despertara entre tibias sábanas de piel en aquel misterioso lugar podría advertir por una rejilla de la puerta que el invierno había afianzado su dominio sobre el bosque con una hermosa capa de nieve.