miércoles, 26 de octubre de 2011

Reflexiones de la hija de un templo 1

Ella era todo aquello que detestaba y aun así no sentía odio, ni tristeza. De hecho, no sentía nada. Sentir algo suponía tenerla en consideración y ella prefería dedicarle unos segundos extras a la Luz para velar por su paciencia, siempre inmutable, serena. Sus ojos almendrados de color ámbar se posaban inescrutables sobre aquel rostro grosero y obsceno. Algo le decía que no debía de tener fe en su fortaleza.
Su instinto de animal, muy dentro de ella, casi enterrado en lo mas profundo de su cuerpo, junto a sus huesos. Esa salvaje sensación le decía que debía guardar, que debía gruñir, atacar y marcar. Debía adelantarse a los acontecimientos. Otro instinto diferente y mas reciente, el humano, confiado y dulce le advertía cuan fácil era hacer trizas cualquiera de sus virtudes, le recordaba como una pesadilla de la infancia que se repite, que era su deber esperar con una sonrisa sincera.

Y lo hubiese hecho ¡ay, que si lo hubiese hecho!
Pero la pequeña había trabajado mucho, de hecho, este había sido su mayor proyecto desde la fatídica noche en el que la muerte tiñó de sangre y veneno su alcoba. Y nadie, absolutamente nadie iba a apartarla de el. Había cuidado y mimado con esmero y atención sus memorias, lo había aliviado y había acabado con sus temores como para que ahora le arrebatasen el mayor de sus placeres, aquel que había sudado y llorado, aquel que se presentaba frente a ella, dulce y tentador como la miel, pero conseguido con un esfuerzo y sacrificio inhumanos.

¿Tímida? Nadie sabía lo que era estar encerrada en un cuerpo que había dejado de comprender sus instintos mas básicos.
¿Inútil? Aun no había mostrado nada, ella era capaz de mucho mas. Ella podía ofrecer algo mas que una temblorosa hija del templo.
¿Cuando perdió el decoro?
Cuando se vio acorralada, cuando vio truncados sus sueños de una manada y un hogar errante, cuando vio acorralados su buena fe y predisposición bajo la amarga y espesa sombra de los celos.
Siempre al límite, siempre en el último momento. Solo una noche se dijo y luego volvería a encerrarse en las enseñanzas de la catedral arraigadas en su alma. Solo una noche, en la que daría rienda suelta al galope desenfrenado de su corazón, donde dejaría correr al lobo y velaría solo por su maldito placer. Y nada podría hacer ella contra el golpe de deseo de alguien que ha estado toda su vida atada a unas normas humanas, aniquiladoras y abruptas. La pregunta era: ¿sería capaz de parar?